lunes, 28 de septiembre de 2009

Me gustaría adoptar el tono neutro de las grandes verdades, pero ya no creo en ellas. O tal vez yo misma, adicta a la verdad con mayúsculas, me resista a enunciarla de pura reverencia. No lo sé.
¿QQué sé, en realidad? Pocas veces me enfrenté a este vértigo: diría que nunca. Ya no tengo asideros ni excusas, yo soy mi único conocimiento, yo soy el único camino transitable en la penumbra enmarañada de una página en blanco. Yo, tan volátil... ¿Cómo confiar en uno mismo? ¿Cómo aceptar el turbio revoltijo de los deseos propios, de los miedos propios, de los errores propios, y aliviar la sordidez, inequívoca, intrínseca a toda introspección psicológica?

No quisiera resolver este problema; ya lo conocéis demasiado bien. La única solución es ignorarlo. Aquí es donde juegan su papel las noches violetas, el deseo infortunado o el cuerpo ajeno, la palabra en todas partes, la palabra en todas partes, la palabra en cualquier parte y el escozor de su ausencia. Intentamos sostenernos en un miembro mutilado, por una u otra razón, pero este dolor es al mismo tiempo su único consuelo. Decidme, si no, otro modo de salvar la distancia...

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